Nota importante: esta canción y su intérprete no entran en el Campeonato Mundial de Cursilería patrocinado por este blog, pues la cursilería no es precisamente su arma más poderosa. Acá abajo, la explicación.
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Existe, allende los mares, un señor cantante nombrado Juan Erasmo Mochi, a quien le atormenta la mirada de una chica equis. Esa mirada, según testimonio recogido en la que fue su canción más conocida entre nosotros, le roba el alma. La canción, de hecho, consiste en una repetición de esa idea fija, matizada a veces con dos o tres comentarios irrelevantes sobre su reticencia a casarse, sobre el empeño del viento en prenderse de la falda de aquella tipa. Hasta allí, todo bien, todo conforme a las normas del buen vivir, el buen cantar y el mejor enamorarse: la mujer tiene una mirada enigmática y hay algo en ella, posiblemente una incipiente catarata, que pone al hermano Mochi a preguntarse una y otra vez qué es lo que hay allí. Así que el problema con la canción es otro.
Sucede que el cantante inicia su embelesado análisis oftalmológico en un tono varonil muy sereno, respetuoso y comedido. Pero de pronto, al despuntar los dos minutos y dos segundos de la pieza, los miligramos de valium, morfina o Prozac que el hombre se había metido en la mañana, horas antes de irse a grabar la canción, se disipan por completo y a aquel sujeto que parecía tan mesurado y dueño de su control se le parte la voz hasta subir una octava exacta. Es tan grave el ataque de aflicción que asalta al desgraciado Mochi que tiene que terminar la pieza en mitad de un falsete horrible, tipo Chiquetete (a quien incluiremos en breve, por supuesto, con su célebre Esta Cobardía), y acá es cuando nos toca explicar por qué no entra a competir entre los cursis: porque Chiquetete y otros son afligidos auténticos, y no esa clase de elementos que primero se la dan de machos y enteros y después vienen a desmoronarse de esta forma. Chiquetete llora a pecho partido y con plena conciencia de que es un cobarde de mierda; Mochi se nos presenta con un aplomo a lo Frank Sinatra y a los dos minutos el misterio de la mirada de la diabla aquella lo convierte en una piltrafa que no canta: aúlla.
Bueno, ahí va el Mochi. Buen recuerdo de los 70, cómo no. Pero están advertidos: el hombre es soportable hasta los dos minutos; dos segundos después se nos convierte en otro señor totalmente distinto.